Demasiado tiempo me dolió el pasado. Por muchos años no supe para qué hacía lo que hacía, pero lo hice lo mejor posible.
La lumbre de la nostalgia, que añoraba lo que nunca jamás sucedió, me quemaba y jodía cualquier intento por ser algo más que un rebelde pendejo, que sigue culpando a sus padres de las carencias, que ahora el mismo se provee.
Las dudas viejas son relevadas por unas nuevas, menos dramáticas y más sustanciosas. Cumplí 30 años.
Recuerdo que la urgencia constante en mi niñez era tener la edad suficiente para largarme de casa, una casa que mía nunca fue. Y así, a los 14 escapé, con la esperanza de que “lo mejor debía de estar por llegar”.
Y bueno, definitivamente no fue por decreto, ni por mantra alguno, ni porque “el universo conspirara” para darme lo que yo necesitaba o merecía, ni porque “Dios sabe por qué hace las cosas”, no obstante, todo ha ido mejorando cada nuevo año.

Durante algún tiempo lo llamé suerte; hoy entiendo que, cuando nunca compras un boleto en la fila en la que se forman los tontos, no hay suerte a la cual responsabilizar por los buenos y los malos tiempos.
De manera ingrata culpamos al tiempo de destruirlo todo, de matarnos de a poquito, de la misma manera en la que se consume un Marlboro rojo. Mucho tiempo escupí esa ingrata opinión con la que justificaba el poner mi cara de pendejo y mi alma se asomaba por la ventana, con la idea perpetua de aventarse al vacío, para ver si a alguien le importaba.
—¡Pinche vida, vale verga!
Es cierto que el tiempo nos va acumulando muerte y nos oxida los huesos, junto con los balcones de la inocencia.
También es cierto que, si en lugar de estar viendo cómo se empañan los frágiles cristales de los propósitos de cada año nuevo, con los pretextos de siempre, nos dedicáramos a romperlos, (haciendo que las cosas sucedan) al final la muerte nos pesaría cada vez menos.
Perdí mi dignidad antes de cumplir los veinte y, en esta última década, he trabajado mucho para irla resarciendo. He puesto especial cuidado en diluir y administrar el EGO descomunal que me permitió transitar desde la nula autoestima hasta la insoportable personalidad de plástico que me forjó el wannabismo. Esto detonó el trabajo duro que hago ahora para mantener la decencia de ser lo que siempre quise ser, sin tener que joder ni pisotear a nadie y ni siquiera presumirlo. Entonces un tufo agrio de vejez se pasea por mi nariz y, con ello, me invade súbitamente el terror de pensar que mi vida siga siendo un desperdicio. Al mismo tiempo, un calambre en mi pierna derecha me anuncia que esta década no será sencilla, por la ansiedad de tener que comportarme de otra manera, pues “ya no es propio de un hombre de mi edad el andarse riendo a carcajadas, el andar cantando a grito abierto, el andar jugando videojuegos o viendo caricaturas, o peor aún, estar empujando una piedra, cuesta arriba, y con ello, pretender cambiar al mundo”.
El andarme arrastrando en el piso, jugando con mi pequeña hija, quizá ya no sea algo que se adapte a estos nuevos tiempos; pero si para algo sirve la rebeldía es justamente para meterle el dedo en el culo a todo eso que intente descalificar las formas que uno tiene para poder sentirse vivo.

Un autor que no me gusta, Octavio Paz, dijo que uno envejece cuando no se sube al mismo tren en el que van sus hijos y, bueno, yo me aferraré a él, aunque mis dedos sangren y mis uñas se desprendan, una por una. Me aterra la posibilidad de que el tiempo me separe de mi hija y por eso leo, estudio, me deconstruyo y me reconstruyo, para estar perpetuamente en sintonía, para siempre tener que aportarle algo que me permita seguirle siendo útil.
Perdí mucho tiempo tratando, a toda costa, de tener la razón en todo, sin percatarme de que eso era como lanzar piedras al sol para destruirlo. Hoy decido que quiero ser poco pendejo, para poder aprender y saber, evitando así emitir mis opiniones y tomar mis decisiones desde la trinchera de la creencia y solo porque me da pena decir:
—¡No lo sé!
Eso de intelectualizar la torta de tamal para proyectar que uno sabe todo, es de las cosas más pendejas que he hecho en mi vida. Pero no, no me malentiendan, no me quejo por los años, simplemente expreso mi deseo de que la edad no me impida seguir siendo el morro que siempre quise ser. Que no me impida reírme sin reserva alguna y que siga yo expresando mis emociones positivas sin ningún tipo de remordimiento y que las negativas construyan soluciones y puentes que antes acostumbraba a incendiar.
Enojarse no está mal, lo que está mal es enojarse, en el momento erróneo, en la dimensión incorrecta y con la persona equivocada. El enojo debe siempre producir algo más que piedras en las arterias, que un día nos pasarán la factura.
Este año, la celebración no incluyó el acostumbrado desmadre, no porque no tuviera opciones, simplemente estaba yo cansado y me pareció aburrido el plan de siempre: morra en turno, Marlboros y tequilas. Me gustaban mis excesos, pero ahora ya no los necesito para celebrar lo vivido. Así que haré lo posible por seguirme sorprendiendo con las cosas aparentemente simples de la vida: la risa, la compañía de mi gente cercana, la estridente felicidad de abrazar a mi pequeña hija, las caricaturas, los videojuegos, el cine, la música, y con todo lo invisible que me nutre y me emociona. El tiempo cada vez se vuelve menos y no perderé un pinche segundo haciendo algo que no disfrute, ni departiré con gente que no me nutra. En este videojuego, que es la vida, deberé vencer al tiempo.
Correré fuerte para que el Game Over no me alcance pronto. Solo tengo una vida, así que voy a tomar el control y jugaré en el modo que mejor me resulte (antes jugaba solo en modo difícil, únicamente, para que los demás vieran lo cabrón que yo era…..Puaj) para disfrutar esta chingona experiencia de estar vivo. La idea principal es no recurrir al Konami Code nuestro de cada día, pues estoy construyendo las condiciones para no invocar al azar, ni a nepotismo alguno para seguir siendo. Ser poco pendejo para seguir aprendiendo mientras uso lo que sé, en beneficio de lo que quiero que suceda…


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