El amor es una idea que va mutando con los años.

Cada individuo la ejerce como puede. Generalmente de manera empírica y sin matemática alguna. ¡A lo pendejo, pues! Algunos se confunden en la borrasca de la emoción y se dejan morder los labios por el arrebato. Luego, entonces, las fauces de la emoción los despedazan y así es como a esa idea le comienzan a llamar “sentimiento”. Sentimiento al que nutren de poemas y de boleros mentirosos que se contradicen cuando el inminente cansancio y el hastío desembocan en arrepentimiento y desencanto; este, a su vez, de manera consciente o inconsciente, va construyendo una salida de emergencia que romperá el círculo vicioso del que pocos pudimos escapar.
La idea del amor se nutre y se desnutre todo el tiempo y de diversas cosas: de cultura, de memoria, de lástima, de condescendencia, de canciones que amamos pero que un día aprendemos a odiar, de reflexiones, de falsos perdones y de disculpas forzadas, de deseo, de orgasmos fingidos, de mentiras piadosas, de perversiones, de aspiraciones y de fantasías, de planes de vida y de verdades a medias, de soledades decididas o sufridas, de desvelos y de carne, de carne fresca o caducada.
De decepciones calculadas y de culpa, ¡Mucha Pinche Culpa!
De apegos y libertades extinguidas por un decreto (o acuerdo) monógamo que ha probado por siglos su obsolescencia. De decisiones y consecuencias. De expectativas no cumplidas y de rutinas mal sintonizadas. Todo esto es musicalizado, en el mejor de los casos, por las canciones de moda con estribillos repetitivos y por sencillos de música de banda, que enmarcan las borracheras más impertinentes que, según los publicistas de esa idea del amor, son la prueba contundente de que el ídem que te está doliendo es “lo mejor que te ha pasado en la vida”.
¡Tú qué sabes de caricias, si nos has viajado en el metro a las 7.30 de la mañana!
Mercaderes del dolor salvaje pero insulso que pretenden conceder el estatus de amor verdadero o falso en relación con el sufrimiento experimentado y a las ansias locas por tomar pésimas decisiones, pues esas son las que dejan huella e hijos abandonados por dos imbéciles que no pudieron ponerse de acuerdo.
Hay quienes hacen gala de su intelectualidad y conceden al amor el estatus de decisión, derivada de ejercer un razonamiento que los lleve a compartir algo con alguien que al menos sea libre, independiente, chingón y que sume o multiplique para que, en el estado de resultados del negocio que es una relación, siempre haya números negros que alienten a ambos socios a seguir invirtiendo.
Todo se complica cuando uno de los inversionistas considera que los dividendos no son suficientes, o bien, su espíritu aventurero le alienta a diversificar sus inversiones; así que decide retirar su capital desatando una crisis. Entonces, es responsabilidad del socio que queda, demostrar que, ante las tempestades, seguimos aguantando estoicos para permanecer rentables “aunque sea” solo para molestar. Todo esto mientras se hacen malabares con los recuerdos, con las fechas, con las expectativas, con las utilidades y con el contundente número rojo que nos atropellará inminente.
Los 19 días pasan, pero las 500 noches duelen y se hacen eternas.
A veces, en el negocio de compartir, es pertinente salvaguardar los activos más valiosos que tienes: tu tiempo, tu vida y la posibilidad de poder cagarla en tus propios términos. Debes ser muy hábil para que, al final del periodo, siempre haya utilidades que puedas reinvertir en otro lado. De no hacerlo así estás condenado a reportar números rojos toda tu insignificante vida…
Y luego de analizar todo esto te percatas que tu idea del amor ha cambiado, es hora de invertir en otro lado, en otra moneda, en otro tono, con otros socios y así hasta que te convenzas de que, ahora sí, has encontrado por fin el mejor negocio de tu vida.


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